Comentario diario

Superada la noche de la brujas, de los fantasmas, de las películas de terror… rayando el alba descubrimos que, una vez más, el sol se levanta perezoso rasgando las tinieblas, dejando claro, que el bien siempre vence, que lo santo siempre vence, que el amor de Dios siempre vence… incluso cuando en las apariencias es el pecado el ganador. Esta noche de celebración parece una parábola de ello, el hombre asustado por la muerte decide jugar con ella, disfrazarla, hacerla manejable y así para muchos lo importante no será que hoy celebremos todos los santos, sino las fiestas nocturnas de hallowen, los disfraces y el «carpe diem» a veces angustioso, a veces irreflexivo…

Sin embargo, como decía, la maña nos sorprende con su claridad y nos trae de nuevo a la realidad. Lo Santo vence. Dios vence. Y los santos a los que conmemoramos hoy, todos aquellos héroes anónimos que han alcanzado la Vida verdadera en un existencia aparentemente gris, sin el relumbrón de la beatificación y la canonización, son verdaderos testigos de que el Bien, Dios, vence siempre, a su manera, no como a nosotros nos gustaría, no como nosotros lo haríamos, pero vence siempre.

El Papa Francisco llama a estos testigos los santos de la puerta de al lado. Con esta acertada expresión recorremos el reparto de nuestra vida, que no deja de tener algo de obra de teatro, y entre ellos encontramos, a aquellos que en sus circunstancias, a su modo y manera, son para nosotros ese ejemplo imperecedero de que Dios vence. Yo recuerdo a la Abuela, al Padrino, a la Hermana Isabel, al P. José María, a Marisa… a tantos de los que no vamos a comenzar ningún proceso de canonización pero sin los cuales mi fe no tendría cimientos. Recordándolos solo nos queda el suspiro agradecido de quien, pese al dolor de la ausencia, se siente afortunado. Incluso, ¿por qué no?, podemos reconocer en los que todavía están entre nosotros esas personas verdaderamente salvíficas: coherentes, valientes, comprometidas, llenas de Dios y que van de camino al cielo con paso firme y aprovechando la coyuntura tiran de nosotros, algo más despistados, a veces olvidadizos, a veces perezosos en el camino de la salvación.

No podemos ante semejantes testigo evitar una pregunta que surge con potencia, rugiendo como un volcán: y ¿tú qué?, ¿tu quieres ser santo?… No lo sé, no me lo he planteado nunca, eso es muy difícil… respuestas que con matices se repiten, olvidando que la santidad es «hacer sencillamente lo que tenemos que hacer» como decía San Ignacio a San Francisco Javier en aquella obra de Pemán, el Divino Impaciente. La santidad se viste de cotidianidad en los santos que hoy conmemoramos, esa pléyade numerosa cuyos nombres recuerda el Señor, y en la que, si Dios quiere, y nos dan las fuerzas, algún día estaremos también nosotros. Amén.